Es papel impreso. No goza de otras peculiaridades sino las conocidas (suponiendo las condiciones de su arquitectura): una maquinaria de estructuras fibrosas. Pero este, en especial, goza de consentimiento entre mis otros artefactos. Nuestra primera cita (ya sé lector que te adelantarás, que pensarás que nos conocimos en una papelería y que te habrás dado cuenta a estas alturas de que el relato es una falacia, pero déjame continuar) ocurrió a través de una ventana. Había tomado el autobús a la avenida cántaros y ahí se repetía, la figura, perdida hacía dos avenidas, encontrada en la silueta de una rama: la voz del viejo que hablaba del perfume de la tortilla. Afuera llueve, transitan bicicletas, globos; sobre la acera un niño juega a llenar el cofre de un tanque de juguete; sonríe, como si entre el agua guardara hojas de lluvia. Se quita los lentes y remonta las manos sobre las hojas (esto es de notoria importancia) como palomas que se balancean sobre el cielo. Sigue por la ciudad de las imágenes, una tienda de vitrales, el semáforo en verde, la lluvia cae a chorros y ahí en medio de tanta y tan chillona alegría fluvial unos ojos, una boca (¿el gato de chesire?): un rostro, un niño le sonríe. La voz, la figura: el público lo ovaciona con aplausos furiosos, estrechan las palmas precisamente como si ellos fuesen ahora los que amasan el concepto, la tortilla; sale con su aire de eremita satisfecho, con las manos calientes el público lo sigue y se reúnen en torno a él, como en torno a un hombre fuego; esperando ser amasados, sin quemarse, por los dedos tortilleras del profeta del maíz; hábil surtidor de presagios (y cuidadito con los grumos); lo miran, qué miran, contemplan en estupefacción de filósofo, de Euclides que ha dado con su fórmula ya en plena ataraxia; metafísicamente el hombre alza la mano, seguramente es una señal, ¿qué querrá decir? El público quiere acercarse, tímidos se agrupan, como formando una gran masa, si, la masa que el acechador del fuego habrá de transmutar en tortilla oro. Las bocas no resisten; escurren llamaradas de saliva que se escapan hasta por las manos; al contacto con el hombre del paragüas de junto ya no hay la soledad del inicio de la conferencia; hay la humedad que nos acerca; se siente hervir la carne, ya en pleno delirio de tamal; en pleno uso potencial de esta masa que ya está 'pal caldo', el hombre fuego baja la mano; hace un movimiento; podría escucharse un Eureka procedente del más remoto de los tiempos; la palabra escasamente pronunciada del alquimista que ha vuelto lodo en oro; ya no hay hombre fuego, se ha ido; la masa se queda estupefacta (y aquí cortamos la escena, seguramente un grumo se escurrió sobre el relato). Yo estoy con ansia del cáliz y el pan, mis pies desnudos sobre la alfombra del hotel y el hombre fuego se aproxima con su hoja sagrada; espero el encuentro; el estrechar de manos en que nuestros tiempos se fundan y entonces sí, yo me reconozca, mis ojos mirando por todos los lados de la hoja; mi cuerpo vuelto jade (sí, lector, y esto qué tiene que ver con la historia... ¿quién te dijo que había historia?, postmodernamente, no hay el Relato, hay los relatos, buuu). Afuera se siguen cambiando las imágenes: unas se retiran fugaces como estrellas (o como su luz), otras más son meteoros planos y otras (como algunas banquetas que fingen ser completamente uniformes, con puntos unidos como filas de dos ejércitos de formación paralela) buscan perpetuarse y repetirse y repetirse y repetirse... pero algo no cambia (sí pues, que la banqueta, banqueta es). Hay un bochorno espantoso, la ventana se empieza a llenar con coágulos negros, se hincha como la panza de la tortilla, los asientos se tornan ásperos y queman de tan fríos; de pronto una visión: alguien planea hacerlos chocolates; si no hace algo pronto todos se volverán cocoas hirviendo. A este punto tiene dos misiones: descubrir quién es el artífice (cosa que adelanto lector, es falible, la tesis genera respuestas absurdas y con necesidad de inquirir en explicaciones metafísicas, yo tan sólo indago quién es el que planea hacernos chocolates) y cómo detenerlo. En su Fisonomía de las costumbres adquiridas y la teoría fractal en la conducta social el pedagogo y danzante Reynaldo Vicent[1] menciona que “cuando la especie ha llegado a su grado máximo de especialización, tiende a generar una ruptura en la democracia conductual del género; los individuos generan una “atracción común” en la cual dirigigen toda su energía hacia alguno de ellos... entonces ceden su aparato conductor/motriz al nuevo Herr (hay que decir que traducimos del alemán, cómo la ve), como si él manejara un artefacto parecido al del titiritero”. El espacio es reducido y el tiempo limitado, su panza es la que primero se da cuenta; siente su petrificación en golosina. Por tanto, debe actuar con exactitud de equilibrista y vaguedad de matemático (o de lógico) si y sólo si quiere evitar que sus compañeros rehenes (que, pobrecillos, apenas son automatas) se vuelvan golosinas ¿Es mala su transformación en chocolate? Piensa que no, que por una parte su familia podría gozar de un mejor status social al decir que algunos de sus miembros son ricos. Siguiendo con esta plena divagación en la que bien ya todos, él mismo, podrían ser deliciosos ejemplares y sus tendencias de delirios mesiánicos, piensa en alimentar a la población que carece de alimentos; y así, cuando se enfermen daremos más trabajo a los hospitales y quizá a las funerarias; el hastío es lo que tendrán en la boca; habría acabado con el hambre. Lo negativo: si ellos se vuelven chocolate él también (parece que por fin saldrá a la historia), y negaría que las nenas vieran sus ojos; no soportaría su incapacidad de dar un beso. Lo ve, tiene que ser él, es el único que tiene testamento en mano: una inscripción que entrega a cada uno, un folio que los enlista y entonces ya sabe a dónde cada chocolate. No tiene instrumentos a la mano y recuerda: toca una de las paredes de carbón y se siente en realidad como un plástico, el negro se disipa cuando toca y extrae algo, lo único que se permite robar al mundo exterior: " "[2](no lo diré lector, sería necio porque sabemos qué es[3]). Tiene lo buscado y su cuerpo comienza a ser envoltura; reacciona y apenas si se mueve, casi no es dueño de su movimiento, su transformación en autómata ya es la cara del recuerdo; llega y toca el timbre: el camión se detiene.
[1]Traductor, poeta, ensayista. Entre sus obras figura Cuestiones cetáceas: la dicotomía Dori-Nemo, Xibalbá, 2005. Próximamente publicaré su traducción inédita (y no menos apócrifa) de los Aforismos Nitzscheanos de Krauze Heilberg
[2]Homenaje a Sartre (requerimiento del texto).
[3]Aparte de que su mención implica, de alguna manera, una crítica a