«De los trillones de formas que hay de juntar los átomos de un telescopio, sólo una minoría funcionaría realmente de una manera útil. Sólo una pequeña minoría tendría el nombre de Carl Zeiss grabado, o, de hecho, cualquier palabra de cualquier lenguaje humano» recita Dawkins en su Improbabilidad de Dios. Aquí, Dawkins subyuga los modos de supervivencia a la totalidad de especies. Hace unos días, en el ensayo de un ensayo con unos amigos (Jonathan, Nicole), un pequeño (un niño) conjugó la minoría esencial que fue de alguna manera la prueba que Dawkins evocará para conjugar las casi infinitas (suponiendo que el total de especies es numerable) maneras de morir. Cálidamente no pudimos entender lo que decíamos (de por sí no lo entenderíamos, habría que romper todas las guitarras y todas las cuerdas, todas las baterías); el niño como Paracelso, como Scholem, como Adán, estaba trazando una línea invisible al porvenir simulada por una sonrisa de oreja a oreja que el padre por ese miedo a la eternidad, por ese miedo a verse y acaso ver a sus ancestros trataba de ocultar sutilmente (¡Ya cállate chingá chamaco! o te quito las baquetas!). El niño había trazado un pedazo de la geografía de la historia. Nos decía que iba a ser baterista
Alguna noche después del llanto, después de permutaciones futiles (a veces creo que no) y de bombones, también conjugué un intento de encuentro. Y aquí, les dejo el siguiente cuento, Alcalá, uno de mis terribles frutos nictálopes (acaso el más falible).
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“…entonces uno a uno retiré los velos…
En el sendero, agitando los brazos…”
Rimbaud
En el sendero, agitando los brazos…”
Rimbaud
Qué lejano parece todo desde ahí. En esta habitación. Dar uno, dos, tres pasos y tutear las ventanas. Abrirlas de par en par, como dos ojos inquietos atravesando un Hindermith y apisonar el lanceolado tapiz de asbesto (tratar de dar a esto una fatal seguridad de lo real). Un puente de enebro en el cual poder fijar pasos asegurándolos lentamente, procurando que cada paso salga apenas reconocido por el torvo crujir de madera remojada /inevitable persecución/. Una voz confundida con apófisis, rumor de lápices (algunos conservan la punta sobre el maltrecho montecino), olor a naranja –acaso era la voz de Loretto, anunciaba el inicio del concierto.
El problema era escapar a la habitación. Temerosa del inicio del concierto, encerrada en esas cuatro paredes, no prestaba ni la más mínima aquiescencia a mi petición. Había que interpretar la ornamentada armadura, empuñar la espada, hacer frente a los endriagos (algo apestosos por la pelusa de historia). Estuvo muy bonito, lo hubieras visto. Una vez estando debajo de la cama todo era posible, cierta ocasión, al degollar a uno de mis cobayosos enemigos entreví a mamá junto a un atalaya enemigo casi presa de una flecha y rosada por el filo de la lanza endríagica, diciendo que iría por comida a la rotonda, al dar un golpe fulminante a uno de mis fantasmagóricos enemigos, mamá no estaba ya ahí. Empezaron con Joaquín Rodrigo, siguió la cuarta de Bruckner (lo que ahora recuerdo Ernesto odiaría) y… Bonita era, prender el aparato televisor, un programa sobre los senos operados de Sabrina (una suerte de forzada ontogenia que forma una ectoplásmica realidad en un ectoplásmico escenario), voltear y ahí tienes al Miró ensimismado, forzado a describir una línea (que no es línea) paralela con Kierkegaard en un plano (pla-acaso) ajeno a la mirada. Sigue el pakestí, toma un Bartok por las orejas y dime qué pasa con el Miró arrumbado en la pared. Lo que no me gustó es como siguió el scherzo al andante, es un arrebato, como una saturación del orden. Saturación del orden – repitió casi arcaicamente como si al recordar que repitió diese un nuevo sentido a las palabras, dardos con veneno hacen dolorosas incisiones a su cuello.
En las colinas más próximas (las cercanas al escritorio en donde acaba un orden y la polilla empieza) a mi cobertizo (al cual mamá groseramente suele llamar cama), una respiración entrecortada se abría paso entre inhóspitos maullares. Cuando salí me encontré a Lulú, dice que sus papás están bien, y los niños, ¡ay, si los vieras!... No había tiempo, mis errantes enemigos habían ganado terreno avanzando en tropel, rodeando el tapete y el posible paso a la ventana (hacía tanto calor, en medio de esa tundra). El taxista era un hombre de manos recias (me gustaron sus manos), sus ojos son los que no me gustaron, parecían perdidos entre los botones superiores de mi blusa, había que mirarlo al espejito y hacer una especie de onomatopeya (ya sabes que me gustan esos términos) de asco con los ojos, sólo entonces el muy cochino (¿te dije que me gustaron sus manos?) dejó… caer la mano sobre el pecho, como un llano envuelto en fuego, una tajada a media mano, un brazo que no me servía, el olor confuso a estiércol y orín de aquél que me miraba abandonarme a un azar acaso más misericordioso que el que me había llevado a manos de los energúmenos, forzando mi cuello ultramundano sin sus manos. Yo le pregunté si había pagado la renta y me dijo que no, que empeñaría su guitarra (ya sabes que cuando se fue de casa, eso era lo único que le importaba). Entre cantos que no distinguía bien (como un Farinelli cuyo cuello está en la soga y cuya voz en todas partes), me llevaban los endriagos suspendido de dos tablas cruzadas, totalmente lacerado (clister de Ecce Homo). Ya metieron el coche, acaban de cerrar la reja, todavía hay que poner los platos, allá te espero, huele a mantequilla. Los endriagos no eran endriagos, no había cortaduras, no había sangre, ni un brazo inútil colgando de mi cuerpo. Loretto bajaba las escaleras y un olor a pasta recién horneada violaba el orden de la habitación. Caminar entre el televisor y la cama, entre la cama y el televisor, negar a la ventana, abrir lentamente la puerta, estrechar con agilidad su mano fría e invitarla a entrar en la habitación. La habitación seguía sola, ahí. En su interior podían verse las pléyades, frotar entre las sábanas el linóleo de un vórtice violáceo o perderse en el blanquecino techo de infinito tirol (objetos casi estelares), tratar de escapar a la ventana. La habitación seguía ahí, sola.
El problema era escapar a la habitación. Temerosa del inicio del concierto, encerrada en esas cuatro paredes, no prestaba ni la más mínima aquiescencia a mi petición. Había que interpretar la ornamentada armadura, empuñar la espada, hacer frente a los endriagos (algo apestosos por la pelusa de historia). Estuvo muy bonito, lo hubieras visto. Una vez estando debajo de la cama todo era posible, cierta ocasión, al degollar a uno de mis cobayosos enemigos entreví a mamá junto a un atalaya enemigo casi presa de una flecha y rosada por el filo de la lanza endríagica, diciendo que iría por comida a la rotonda, al dar un golpe fulminante a uno de mis fantasmagóricos enemigos, mamá no estaba ya ahí. Empezaron con Joaquín Rodrigo, siguió la cuarta de Bruckner (lo que ahora recuerdo Ernesto odiaría) y… Bonita era, prender el aparato televisor, un programa sobre los senos operados de Sabrina (una suerte de forzada ontogenia que forma una ectoplásmica realidad en un ectoplásmico escenario), voltear y ahí tienes al Miró ensimismado, forzado a describir una línea (que no es línea) paralela con Kierkegaard en un plano (pla-acaso) ajeno a la mirada. Sigue el pakestí, toma un Bartok por las orejas y dime qué pasa con el Miró arrumbado en la pared. Lo que no me gustó es como siguió el scherzo al andante, es un arrebato, como una saturación del orden. Saturación del orden – repitió casi arcaicamente como si al recordar que repitió diese un nuevo sentido a las palabras, dardos con veneno hacen dolorosas incisiones a su cuello.
En las colinas más próximas (las cercanas al escritorio en donde acaba un orden y la polilla empieza) a mi cobertizo (al cual mamá groseramente suele llamar cama), una respiración entrecortada se abría paso entre inhóspitos maullares. Cuando salí me encontré a Lulú, dice que sus papás están bien, y los niños, ¡ay, si los vieras!... No había tiempo, mis errantes enemigos habían ganado terreno avanzando en tropel, rodeando el tapete y el posible paso a la ventana (hacía tanto calor, en medio de esa tundra). El taxista era un hombre de manos recias (me gustaron sus manos), sus ojos son los que no me gustaron, parecían perdidos entre los botones superiores de mi blusa, había que mirarlo al espejito y hacer una especie de onomatopeya (ya sabes que me gustan esos términos) de asco con los ojos, sólo entonces el muy cochino (¿te dije que me gustaron sus manos?) dejó… caer la mano sobre el pecho, como un llano envuelto en fuego, una tajada a media mano, un brazo que no me servía, el olor confuso a estiércol y orín de aquél que me miraba abandonarme a un azar acaso más misericordioso que el que me había llevado a manos de los energúmenos, forzando mi cuello ultramundano sin sus manos. Yo le pregunté si había pagado la renta y me dijo que no, que empeñaría su guitarra (ya sabes que cuando se fue de casa, eso era lo único que le importaba). Entre cantos que no distinguía bien (como un Farinelli cuyo cuello está en la soga y cuya voz en todas partes), me llevaban los endriagos suspendido de dos tablas cruzadas, totalmente lacerado (clister de Ecce Homo). Ya metieron el coche, acaban de cerrar la reja, todavía hay que poner los platos, allá te espero, huele a mantequilla. Los endriagos no eran endriagos, no había cortaduras, no había sangre, ni un brazo inútil colgando de mi cuerpo. Loretto bajaba las escaleras y un olor a pasta recién horneada violaba el orden de la habitación. Caminar entre el televisor y la cama, entre la cama y el televisor, negar a la ventana, abrir lentamente la puerta, estrechar con agilidad su mano fría e invitarla a entrar en la habitación. La habitación seguía sola, ahí. En su interior podían verse las pléyades, frotar entre las sábanas el linóleo de un vórtice violáceo o perderse en el blanquecino techo de infinito tirol (objetos casi estelares), tratar de escapar a la ventana. La habitación seguía ahí, sola.
Xalapa. 30 Julio 2006